viernes, 8 de junio de 2007

Una sombra, una noche, de lejos

Un niño bajo la lluvia. La calle está oscura, las farolas tintinean, y los relámpagos se recortan en el cielo nublado. El niño no recuerda su nombre, nadie lo recuerda, pues los que lo sabían lo han olvidado con el alcohol y el tiempo. El pelo oscuro le cae a mechones sobre la cara, chorreando, y él tiembla de frío bajo la vieja chaqueta de cuero, que le va grande, pues no es suya. Está sentado en el borde de la vereda, el tiempo se ha parado para él, no pasan coches, la calle está desierta. El único ruido que puede oír es el suave tamborileo de la lluvia sobre el asfalto, y sus pensamientos, que recorren el infinito con la vista.

Lleva mucho tiempo lloviendo ya, el niño está mojado de pies a cabeza, pero no le importa, porque eso es lo que pasa siempre que llueve. El agua lo absorbe en un letargo extraño, que lo transporta lejos, a través del constante martilleo sobre su cabeza. Acostumbrado al frío, eso es lo único que lo relaja, ahora ya nada le asusta, pues no tiene nada que perder. Oye pasos en la lejanía, de alguien invisible, probablemente enfundado en su abrigo de cuello alto, con un bonito paraguas, y el niño se alegra al no sentirse tan solo. Chapotea en el charco que se ha formado justo debajo de él, primero balanceando tranquilamente los zapatos empapados, y después todo el cuerpo, lentamente, en una especie de nana que nadie le cantó nunca.

Aunque pueda parecerlo no es un niño triste, vive feliz existiendo, pues la vida es lo único que posee. Siempre ha vivido así y el azul del cielo y el brillo del sol pueden alegrarlo. Pero hoy está cubierto, aunque eso tampoco lo aflige demasiado. Encienden la televisión, en un edificio cercano, y el niño se aleja saltando hasta el otra lado de la calle. No le gusta el ruido y no entiende como la gente se cierra tan a menudo en sus casas, teniendo miles de cosas por descubrir afuera. Conoce bien a la gente, le gusta observarla, como nosotros observamos a los gorilas en el zoológico. Es objetivo, un cámara que capta cada instante, refleja cada momento, siempre tranquilo en su misma calle. No sabrá nada de matemáticas, ni de gramática, puede que ni siquiera sepa leer ni escribir, pero conoce a la gente, y aprende de ella.

La lluvia mengua, y caras inquietas se asoman a las ventanas. No ven al niño, pues lo creen parte del paisaje de esa maravillosa ciudad. Él se levanta disimuladamente y se sacude la ropa, como si eso pudiera secar la gran cantidad de agua que lleva encima. Camina con paso ligero, alegre y juguetón, dando brincos de vez en cuando para disipar el sueño. Entra en un callejón sin salida, oscuro y helado, y empieza a husmear entre las cajas apiladas cerca de una puerta. Debe ser la entrada trasera de algún restaurante de lujo, pues el niño siempre encuentra comida entre los desperdicios. Le gustaría contar que una vez encontró restas de caviar, pero está solo, nadie lo escucha. A veces, antes de dormir, se cuenta historias en voz baja de lugares mágicos, banquetes espléndidos y palacios de cristal. Y entonces sueña que se encuentra muy lejos, perdido entre la niebla.

Está lleno ya, solo ha comido unas cuantas lonchas de pan reseco, pero eso es suficiente para calmar su apetito. Se mira las manos, arrugadas, y se pregunta si algún día llegará a ser viejo. Pero realmente eso no le preocupa, desde lo que puede recordar, nunca le a preocupado realmente nada. Se ha limitado a vivir cada día, sin pesar, cada minuto y cada segundo. Sin dejar de respirar, eso es la único que cuenta. El niño mira la calle, que sigue vacía, y se pregunta sin entender porqué ciertos hombres tienen el afán de ser siempre fieles a su horario, sin excepciones. Ellos sí que no viven, anuncia en voz alta, y su voz resuena en la nada. Para él la vida es el simple conjunto de las cosas que pasan, improvisadamente, al paso de los días. Para él la palabra todo significa solamente el cielo, el sol, la lluvia, y las palomas que a veces se posan sobre sus brazos cuando está muy quieto. Y su calle, nunca se puede olvidar de mencionar su calle.

Mientras el sol se pone, el niño bosteza sentado en la vereda. A lo lejos algunos bares empiezan a abrir y una muchacha despistada cruza corriendo el lugar, con sus talones de aguja y su corta minifalda, intentando esconder su cara bajo su paraguas rosado con tal de que no se le escurra el rimel de sus preocupados ojos. El niño sonríe, las adolescentes adineradas le divierten, sobretodo cuando intentan esquivar los charcos saltando con sus finos zapatos de charol. La noche ha caído sobre la ciudad, cubriéndola con un manto de negrura. Por suerte no llueve. Es tarde, pero el niño no tiene donde ir, no sabe su nombre, ni su edad, no existe.

1 comentario:

Sara dijo...

Malena: M'agradaria que veiessis el bloc d'una amiga meva:

http://viulaliteraturacatalana.blogspot.com/p/generes-literaris.html