Hay épocas en las que todo cambia. Épocas en las que notas cómo el mundo gira bajo tus pies como un gran tiovivo gigante, en las que sientes una mano invisible que te empuja siempre hacia delante, que no te deja caer, nunca. Entonces no miras nunca hacia el pasado, no intentas entender lo que te ocurre, solo escuchas girar las manecillas del reloj marcando un absurdo compás. Durante ese tiempo, solo ves la línea del horizonte desdibujada a lo lejos, como un borrón en el tiempo. Las horas, los días, los meses, van pasando a tu lado, hasta que se convierten en años, y luego se olvidan. Las ilusiones dejan paso a las frustraciones, pero luego surgen como burbujas, nuevos y más bellos proyectos. Tratas de vivir el día a día, con la emoción del primero, pero llega un día en el que el tiovivo bruscamente se para, y quedas perplejo y solo frente a tu propia historia. Llega un día en el que la vida te pasa por delante, saludando pícara con una sonrisa, y cuando estas cayendo hacia la más profunda rutina, algo que te despierta y te pregunta: ¿Quién eres?
A mí siempre me hubiese gustado conocerme. Saber destejer, como Penélope sabía, cada uno de los hilos que tejen el oscuro antifaz que llevo sobre mi rostro. Esa máscara irónica y burlesca llena de mentiras y palabras que solo los demás quieren escuchar, esa que solemos llevar puesta de día, y que solo nuestros más profundos e infantiles sueños, nos pueden retirar. Por fortuna, cuando el ansia es grande, y las lágrimas aflojan los nudos, entre las zarzas de palabras vacías, encontramos un pequeño retazo de lo que somos en realidad. Acostumbra a pasar, sin embargo, que antes de cicatrizar la herida, y descubrirse la piel, nos escondemos bajo un manto de falsas modestias y absurdas excusas que nos impiden conocer esa pequeña oportunidad que habíamos tenido. Y con todo este atrezzo con el que pintamos la vida, oímos las palabras ajenas distorsionadas entre lo que queremos oír y lo que queremos que escuchen. Hasta que las conversaciones no dejan de ser largas y aburridas cadenas de oraciones sin sentido, pues cada vez importan menos los sentimientos que se esconden tímidos tras ellas.
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Encontrar una fotografía, un diario, o un simple y antiguo conocido por la calle, nos despierta de nuestro letargo, y al alzar la cabeza, solo vemos un desierto de recuerdos sucios y polvorientos amontonados cual granos de arena en nuestra mente. La curiosidad empieza a revolver el pasado, y a medida que empiezas a entender de donde vienes, vas hundiéndote también en el la nostalgia, pues ya no vives en el presente, ni en el mudo real. Las personas se te presentan ahora como siluetas sin rostro, las paredes son de gelatina oscura que se pierde en el cielo, todavía más oscuro. Te mareas, y una sonrisa amable te vuelve a la realidad. No podemos nadar demasiado tiempo entre los recuerdos, pues corremos el riesgo de quedar atrapados en sus redes, y no poder salir jamás.
Creo que una persona puede morir muchas veces durante su vida, a veces a sabiendas, a veces perdido entre los vasos de algún sucio bar. Entre los latidos de nuestro corazón, hay un silencio agudo y penetrante, una unidad aún más pequeña que un segundo, en la que nuestros músculos tensan sus diminutas fibras deseando que no sea la último nota de su compás. Un tiempo aún más ínfimo que las alas de una mariposa al revolotear, en el que estamos muertos. No puedo quejarme de mi pasado, pero si alguna vez me he sentido sola fue cuando me cambié de escuela. Por aquel entonces yo tenía nueve años, y junto con mi mejor amigo, éramos el centro de nuestro grupo. Tomábamos nosotros las decisiones, y siempre teníamos un gran número de gente dispuesta a concedernos los más variopintos favores. En ese momento, eso me parecía lo más normal, y siempre me acostaba con la misma sonrisa con la que me volvía la mañana siguiente a despertar. Por una larga lista de indeseables y tristes malentendidos, me pelee con aquel que siempre había sido una parte más de mí misma. Las mentiras me hicieron mucho daño, y por eso nunca han salido de mi boca más que verdades, medias verdades y largos silencios. Poco a poco el grupo siguió sin mí, y me quedé a la sombra de todo aquello que antes era mi vida. Para mí, en el tiempo en el que una flecha sale disparada de su arco, en el tiempo en el que el corazón deja de latir, una parte de mí murió. En poco menos de medio año, dejé de sonreír. Engordé innumerables quilos, y aunque después de mucho tiempo he vuelto a escribir, aún no he perdido el miedo a cantar ni a dibujar. En las últimas de este periodo, me limitaba a sobrevivir a base de las risas ajenas, como una seta que sobrevive de lo que otros dejan. Me cambiaron de escuela, y poco a poco volví a rehacer mi vida, y aunque no era peor, tampoco era la misma. Ahora estoy bien, pero me encontré con mis antiguos compañeros hace unos días. Todo seguía igual, pero yo no estaba entre ellos. Estas cosas le hacen a uno reflexionar sobre el valor que realmente tenemos, y me he dado cuenta que como dice cierta película, todos vivimos para los demás, pero también vivimos para nosotros mismos.
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Siento, que bajo la complicada trama de este texto, se esconde la parte de mí más oculta, la que aún más me duele. Y es triste, que cuando me asaltan el miedo y la angustia no tenga a quien contarle mis penas para darles perspectiva, y poder mirarlas con el dorado catalejo del tiempo. No digo que no me apoye nadie, ni que no tenga siempre alguien a mi alrededor; sólo digo que por temor o incomprensión, las siluetas oscuras de mis compañeras me sonríen cuando les explico mis reflexiones y cambian amablemente de tema con un sutil parpadeo de disculpa. No puedo ser yo misma cuando estoy con mis iguales, puede que en realidad no comparta con ellos mucho más que mi edad. En cambio, siempre encuentro oídos atentos en gente mucho mayor, y eso me hace sentir fuera de contexto, fuera de mi época, atrapada en las limitaciones que me impiden estar con quien realmente estoy bien. Me siento diferente, culpable, siento la rabia en cada línea que luego plasmo sobre el papel, rabia con los demás, pero también conmigo. Desearía no ser competitiva, ni envidiosa, ni querer siempre un poco más de lo que tengo. A demás de saber valorar las cosas que hago, y no necesitar los cumplidos ajenos para saciar mi afán de protagonismo y mi sed de reconocimiento.