Érase una vez Estesia, una mujer muy pequeñita que olía a fuente y a azul. Tenía el pelo melódico y salado, la piel sonriente, y una voz antigua y sorda que sabía a sueños y a jazmín. Cada mañana se sentaba en el balcón de su piso de l’Eixample a esperar a su príncipe de tul, que debía oler a circo, a ocho y a mariposas. Y aunque este no llegaba, ella era una chica paciente y se resignaba sonriendo. El padre de Estesia era un hombre estudioso y trabajador. Había cursado ciencias exactas en Oxford y tenía un doctorado en Lógica y Realidad. Un día se acercó a su hija y vió como transparentes pájaros de papel revoloteaban dentro su cabeza. Muy afligido le dijo, con voz de tacto silencioso y negro, “Querida hija, creo que ya tienes edad de saber que ni las fuentes huelen, ni las voces saben, ni los príncipes existen” Y Estesia huyó de esa Realidad para no volver, llorando lágrimas secas que olían a noche cerrada.
lunes, 4 de abril de 2011
Suscribirse a:
Entradas (Atom)